"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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Un cambio emocional

UN CAMBIO EMOCIONAL. Jorge Muñoz Gallardo. En este mundo falso y despiadado el bueno, el tonto, el servicial, son el equivalente de los bueyes, siempre uncidos al yugo, tirando la carreta, sintiendo la pica en el morro. Me crié en el campo, es cierto, pero no estaba dispuesta a podrirme entre potreros y lomas. Cuando tenía dieciséis años me fui a la ciudad, sabía que iba a extrañar a mis sobrinos, los tres pequeños de mi hermano, el más chico tenía una mirada profunda y nostálgica, ese era el que más recordaba, pero yo tenía una voluntad firme. En la ciudad viví en la casa de una tía solterona. Ella se encariñó conmigo, yo la utilizaba. A los dieciocho me casé con Eduardo, un empleado bancario que se enamoró de mí, yo no lo quería, pero me daba la ocasión de salir de la casa de la tía. El matrimonio duró dos años. Después entré a trabajar en la oficina de un abogado cincuentón, me casé con él, se llamaba Sergio y me llevó a pasear por Europa, me llenó de joyas y vestidos, mas me aburrió y lo dejé. Entonces fui unas cuantas veces al campo, de entrada y salida como se dice. La tía solterona murió y me heredó su casa y algunos otros bienes. Los años corrían livianos y alegres, me dejaba querer por un jefe de una agencia de importaciones, un gerente de un Banco y el subdirector de una entidad pública. Cuando el gerente del Banco falleció de un ataque de apoplejía me llevé una agradable sorpresa, el comprensivo funcionario había depositado una interesante suma de dinero en una cuenta a mi nombre. Alberto, el subdirector de la entidad pública me propuso matrimonio, estaba dispuesto a dejar a su mujer y sus cuatro hijos para irse conmigo. Pensé en los hijos, no en la mujer, y rechacé su oferta. El muy canalla me amenazó diciendo que ese desaire no quedaría sin reparación, de modo que lo abandoné y más tarde lo reemplacé por un viejo ricachón que conocí en un hotel mientras paseaba en un lago del sur. A mi familia del campo la visitaba una vez al año, les llevaba regalos a todos, mis sobrinos me recibían como un hada madrina, me daba gusto verlos correr y saltar a mi alrededor, repitiendo mi nombre, parecían una bandada de pájaros alborotados; yo los sacaba a pasear en el automóvil que me había regalado el viejo y que para ellos era una novedad fantástica. Confieso que al regresar a la ciudad el corazón me latía con tristeza. Sin embargo, al llegar a mi departamento me consolaba acariciando a mi gata y leyendo novelas policiales. Flora, la gata gris, con la cual me tendía en la alfombra, era mi única amiga de verdad, aunque nunca me vio derramar una lágrima, ella sabía cuando yo estaba sumida en esos estados de vacío interior. Esa tarde de noviembre me hallaba sentada en una poltrona forrada en tela verde, junto a la ventana, leyendo la historia de un crimen cometido por celos. Hacía poco que había terminado con el viejo y deseaba estar sola. El criminal había preparado cuidadosamente sus coartadas y el detective se esmeraba en desbaratarlas una a una. De pronto escuché un ruido suave que me obligó a levantar la mirada del libro y observar en mi entorno. Ahí, en el marco de la puerta se destacaba la silueta de Alberto, con los ojos enrojecidos y brillantes, como si hubiera bebido demasiado, en la mano sostenía una pistola cuyo cañón se dirigía hacia mí. En lugar de gritar y caer llorando ante él para suplicarle compasión, permanecí tranquila, mirándolo a la cara. Balbució unas palabras imposibles de entender y unos cuantos insultos, luego disparó. Después lanzó el arma al suelo y salió corriendo. El vidrio de la ventana se hizo pedazos con el impacto, flora, que estaba echada a mis pies saltó a refugiarse en el dormitorio. No quise hacer una denuncia, el imbécil no volvió a presentarse en mi vida. Pero, esos curiosos estados en los que sentía un enorme vacío en el corazón reaparecieron con mayor frecuencia. Medité mucho sobre el curso de mi vida y llegué a una decisión: debía volver al campo con los míos. Dejé todo en manos de un abogado para que vendiera mis bienes y depositara el dinero en un Banco. Contaba cuarenta años y aún cuando me mantenía en muy buena forma física mis sentimientos habían cambiado. Me instalé cerca de mi casa natal, donde hice construir una vivienda a mi gusto, el aire del campo me resultaba delicioso, los potreros en los que pastaban las bestias y las lomas verdes eran lindos. Y los bueyes no me parecían tan estúpidos.

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